sábado, 2 de abril de 2011

La Postura Reflexiva en el Formador de Docentes: factor que posibilita acceder a la profesionalidad


La Postura Reflexiva en el Formador de Docentes: factor que posibilita acceder a la profesionalidad
Autor: Rufo Estrada Solís[1]

Presentación
El presente escrito es un ejercicio de reflexión que tiene la intención de poner a discusión en la formación docente ¿por qué hoy en día es común hablar de profesionalización o profesionalismo, y no de profesionalidad?, ¿qué diferencias o coincidencias hay entre estos conceptos? Al mismo tiempo, analizar si la reflexión de la práctica docente puede ser considerada como un factor determinante para aproximarse al concepto de profesionalidad. Y finalmente, determinar la postura que debe asumir un formador ante la divulgación de la proletarización del profesorado en función de la búsqueda de una profesionalidad.

¿Por qué hablar de la profesionalidad en la formación de formadores?
En primer término, actualmente en la formación de formadores una prioridad es hablar de profesionalización y profesionalismo, pero no de profesionalidad. Acerca de la profesionalización, se pueden citar a varios teóricos que abordan esta temática desde diferentes ópticas, tal es el caso de Perrenoud (2004), Imbernón (1994), Paquay y Altet (2001), Fernández Pérez (1998), entre otros.
Con respecto a profesionalismo y profesionalidad, Imbernón en su texto La formación y el desarrollo profesional del profesorado refiere lo siguiente: “[…] es interesante analizar lo que se entiende actualmente por profesionalismo o profesionalidad (o sea las características y capacidades específicas de la profesión) […]” (Imbernón 1994, 14)
Este autor percibe profesionalismo y profesionalidad como sinónimos, debido a las características cualitativas que comparten; así mismo, la responsabilidad y el compromiso ético son factores que prevalecen en ambos conceptos.
Por su parte Contreras Domingo refiriéndose a la profesionalidad, menciona que ésta “[…] se refiere a las cualidades de la práctica profesional de los enseñantes en función de lo que requiere el oficio educativo” (Contreras 1999, 50). Esta perspectiva implica un proceso dialéctico; por una parte, el formador debe poseer ciertas cualidades (responsable, honesto, veraz, tolerante, comunicativo,…) que denoten su postura profesional como tal, empatándolas con aquellas responsabilidades que implica el quehacer docente, o sea, su función específica tanto en lo pedagógico como en lo teórico-epistemológico.
En este contexto, Gimeno Sacristán ha definido la profesionalidad como “la expresión de la especificidad de la actuación de los profesores en la práctica, es decir el conjunto de actuaciones, destrezas, conocimientos, actitudes y valores ligados a ellas, que constituyen lo específico de ser profesor”[2]. Esta perspectiva, al igual que la de Contreras (1999), contiene puntos nodales de coincidencia para quien escribe, ya que la profesionalidad se posiciona como una cualidad posible de manifestarse en los profesionales de la educación, en tanto se dé en ellos responsabilidad, compromiso y autonomía durante las acciones cotidianas como formador al interior del aula.   
En el término profesionalismo están presentes diversas cualidades que posee un formador, como son: responsable, comprometido, honrado, justo, amable, decidido, etc. las cuales manifiesta en las acciones que realiza al relacionarse con sus colegas y estudiantes al interior y exterior de un aula. Para Rosa María Torres, el profesionalismo puede entenderse así: “[…] como dominio y competencia teórico-práctica en el propio campo de trabajo, autonomía profesional, capacidad para tomar decisiones informadas, para anticipar las consecuencias de esas decisiones y para evaluar críticamente la propia acción”. (Torres 2000, 10)

Parafraseando a la autora, destaca la decisión que pueda asumir un formador al reconocer las acciones realizadas en las aulas, valorarlas críticamente y asumir responsabilidades para fortalecer sus competencias profesionales, socializando con sus colegas experiencias docentes que le permitan ratificar su convicción e identidad como formador de formadores.

A su vez, la profesionalidad como categoría conceptual, no está registrada como tal en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española; por lo tanto, existen concepciones que se aproximan a ella y tienen estrecha relación con profesionalismo. Por ejemplo, en este diccionario se presentan dos acepciones al respecto, a saber: “cualidad de la persona u organismo que ejerce su actividad con relevante capacidad y aplicación; actividad que se ejerce como una profesión”.[3] En la primera, puede percibirse que implícitamente en los términos cualidad, capacidad y aplicación, pueden identificarse calificativos como responsabilidad, compromiso, honradez, honestidad, humildad, etc. los cuales sustentan la buena actitud e identidad de un profesional de la educación. En la segunda, sólo se reconoce la labor ejercida como tal.

En el contexto experiencial, un formador de docentes que asume una postura profesional crítica, analítica y reflexiva, denota actitud, identidad, responsabilidad, compromiso y otros valores éticos y morales que lo van aproximando hacia una profesionalidad. Para que ésta se logre, existe la necesidad de observar cómo se manifiestan estas características en el formador durante la práctica en sus interacciones áulicas.
Por consiguiente, la reflexión que se pone a discusión de la investigación educativa, es que la profesionalidad sea considerada como la fase superior del proceso de profesionalización; es decir, trascender de la práctica docente hacia la praxis de la profesionalidad[4] en los formadores de formadores.
Por otra parte, la profesionalización en términos de Perrenoud, establece que: “El grado de profesionalización de un oficio no es un certificado de calidad entregado sin examen a todos aquellos que lo ejercen. Es más bien una característica colectiva, el estado histórico de una práctica, que reconoce a los profesionales una autonomía estatutaria, fundada en una confianza, en sus competencias y en su ética. En contrapartida, asumen la responsabilidad de sus decisiones y de sus actos, moralmente pero también en el derecho civil y penal”. (Perrenoud 2004, 11)
Sin embargo, el concepto profesionalización para este autor tiene una connotación muy ambigua. En Francia, desde tiempo atrás, el proceso de formación tenía asignado el grado de oficio, especialmente la enseñanza, y posterior a la adquisición de saberes teóricos, se convertía en profesional; preferentemente que tuviera estudios universitarios. Cabe señalar que a pesar de ser la nación donde da inicio la educación normal, este tipo de enseñanza superior recientemente pasó a formar parte de la educación universitaria. Por consiguiente, la universitarización en la formación de formadores, es un tema muy polémico para discutir en otro momento.
Se comparte con Perrenoud (2004) la perspectiva de identificar al proceso de profesionalización en dos momentos diferentes; en primer término, la formación inicial, considerada como el punto de partida en la cual se refiere al proceso de preparación profesional que comienza al incorporarse a una institución de educación superior para adquirir el grado de licenciatura. En segundo término, la formación continua, ésta se refiere a toda actividad académica de capacitación, actualización y superación que realiza un profesional a través de cursos, talleres, seminarios, diplomados, estudios de posgrado, etc.   


Reflexionar sobre la práctica docente, un factor determinante para aproximarse al concepto de profesionalidad
Primeramente, ¿qué es una práctica reflexiva hoy en día en el contexto de la formación docente?, ¿cómo puede contribuir la reflexión de la práctica docente en la construcción de un concepto aproximado de profesionalidad?

Como respuesta al primer cuestionamiento, parece ser que la práctica reflexiva en nuestros días es motivo de debate y discusión, pues para llevarla a cabo exige que el formador analice las acciones que realiza cotidianamente en su labor docente, qué hace, qué dice, cómo lo hace, con qué lo hace, por qué lo hace, para qué lo hace. Estos planteamientos permitirán que el formador haga una evaluación y valoración de todas sus actividades y acciones realizadas con los estudiantes al interior del aula. Como primer momento, es necesario que se dé cuenta de su propio actuar. Reconozca las fortalezas y debilidades que posee como profesor, y posteriormente, comparta sus experiencias con otros formadores, y de manera colegiada, encuentren alternativas pertinentes y fortalezcan los procesos de enseñanza y aprendizaje en la formación de docentes.

En términos de Perrenoud, este autor establece lo siguiente: “[…] La práctica reflexiva es un trabajo que, para convertirse en regular, exige una actitud y una identidad particulares. […] lo que hace una formación orientada hacia la práctica reflexiva es multiplicar las ocasiones para que los estudiantes en las aulas y en prácticas se forjen esquemas generales de reflexión y de regulación. […] la práctica reflexiva se aprende con un entrenamiento intensivo, lo que nos remite no tanto al pequeño módulo de iniciación a la reflexividad, sino a las formaciones completas orientadas al análisis de prácticas y al procedimiento clínico de formación. (Perrenoud 2004, 43-44)

Ante la experiencia docente que se tiene al respecto, es indispensable compartir esta perspectiva de Perrenoud (2004) desde una óptica práctica; es decir, el formador de docentes necesita reconocer las acciones que cotidianamente realiza al interior del aula, a la vez de que las opiniones/comentarios que recibe de sus estudiantes requieren ser valoradas por éste; así mismo, dicho reconocimiento de su actuar profesional lo debe poner a discusión consigo mismo, pues así con estas acciones como mínimo, el proceso reflexivo se va a ir dilucidando éticamente.

Ya este autor lo refiere al sostener que la práctica reflexiva sufre afectaciones en diversos contextos de la misma. Las manifestaciones axiológicas y éticas están presentes de manera implícita en el actuar docente dentro o fuera del aula. Estas acciones posibilitan al formador a realizar un recuento consciente de su labor; por ello, la exigencia de iniciar en primer término con el formador para que sea extensivo hacia los estudiantes normalistas.

Así lo sugiere el autor al referir sobre la práctica reflexiva que “[…] es una labor que deben llevar a cabo los inspectores, los directivos de los centros, los responsables de la formación continua, de los sindicatos y de la institución educativa al completo” (Perrenoud 2004, 67). La lógica formativa así lo indica. No se puede exigir a los docentes en formación un actuar reflexivo de sus prácticas experienciales, si el formador no actúa como un profesional reflexivo, aludiendo a la perspectiva de D. Schön (1992). Dado que este teórico recomienda en su texto La formación de profesionales reflexivos, que la comunicación (diálogo) que se establezca entre formador y estudiante será vital para acceder al proceso reflexivo, pues el diálogo puede ser considerado un mediador idóneo en la práctica reflexiva.[5]

Puede considerarse que la práctica reflexiva es una modalidad metodológica que permite a los profesionales de la educación reconocer de manera consciente su actuar cotidiano al interior de las aulas. En el caso específico de los formadores de docentes, éstos tienen presente la gran responsabilidad profesional y compromiso ético al actuar como tales. De aquí se pueden desprender varios puntos de análisis del formador de docentes, entre otros, el perfil profesional, la experiencia docente, la actitud al interior del aula, los recursos empleados durante el desarrollo de la práctica, etc. El análisis de estos factores refleja cualidades que dan cuenta de la profesionalidad del formador, los cuales serán tratados en otro momento.

Actualmente, hablar de formar a formadores reflexivos implica tener presente que la profesión elegida, al igual que muchas más, exige responsabilidad y compromiso ético en el ámbito laboral. En tanto el formador se asuma como profesional docente, implícitamente puede ser que su perspectiva formadora se vaya orientando hacia la concepción del ‘buen maestro’[6]; ser reconocido por la comunidad escolar como tal, pero aceptar que dicho reconocimiento se manifiesta en sí mismo en su actuar cotidiano.
Al hablar del actuar del formador durante su práctica docente, el compromiso ético se puede manifestar desde diferentes ópticas. Inicia desde el momento mismo de aceptar y ser considerado como formador (profesor de asignatura), continúa al desempeñar sus acciones pedagógicas al interior del aula, se va consolidando durante el proceso de formación continua tanto en lo individual como en lo colectivo.

Los espacios colegiados (reuniones informales entre colegas, reuniones académicas, sesiones de actualización, etc.) deben convertirse en espacios de discusión y análisis de las acciones realizadas por los docentes. Además, allí precisamente es donde se desarrollan habilidades, destrezas y competencias profesionales que les permitan innovar y transformar su práctica. En términos de Perrenoud, el compromiso puede manifestarse cuando establece que “El esfuerzo se concentra en la postura, el método, la ética, el saber hacer en la observación, la animación y el debate”. (Perrenoud 2004, 64)

Cabe señalar, que el compromiso ético del formador estará presente a partir de la voluntad, la disposición, el entusiasmo, la dedicación y la decisión personales que le asigne a sus diversas actividades teóricas y prácticas que realice, y éstas le permitan fortalecer la formación del futuro docente. Aclarando que esta es sólo una perspectiva interpretativa acerca del compromiso que asume un formador.

El reconocimiento de cualidades docentes del formador en su labor cotidiana al interior de las aulas, implica que esté manifestándose la eticidad, concebida ésta como “Un proceso de realización de valores en la sociedad y en la propia personalidad, que está guiado por un interés emancipatorio y signado por la socialidad consciente y la moralidad, pero entendemos que un proceso de esta índole no ha de instalarse por algún decreto, ni ha de surgir del azar o del simple deseo; es proceso y producto al mismo tiempo; exige los esfuerzos de cada uno pero envuelve a cada comunidad en su conjunto y adquiere los matices que ésta le confieren”.[7]
La manifestación de eticidad -en términos de lo explicado anteriormente por Yurén (1995)- en los formadores durante sus interacciones al interior de las aulas, será un elemento suficiente que permita vislumbrar cómo las acciones realizadas por éstos se aproximan hacia la profesionalidad docente. En dicha concepción confluyen muchas cualidades que dan cuenta de la personalidad y del actuar profesional del formador; por tanto, se estaría compartiendo la perspectiva de López de Maturana (2003), cuando refiere que los “buenos profesores” son aquellos sujetos profesionales preocupados por el bienestar formativo de sus estudiantes dentro del contexto cultural donde interaccionan.[8]

Con respecto a esta perspectiva, Perrenoud refiere, “Formar a buenos principiantes es, precisamente, formar de entrada a gente capaz de evolucionar, de aprender con la experiencia, que sean capaces de reflexionar sobre lo que querían hacer, sobre lo que realmente han hecho y sobre el resultado de ello. […] sólo conseguiremos formar a practicantes reflexivos a través de una práctica reflexiva, en virtud de esta fórmula paradójica que tanto gusta a Meirieu (1996): <Aprender a hacer lo que no se sabe hacer haciéndolo>”. (Perrenoud 2004, 17)

La práctica reflexiva desde la perspectiva de Perrenoud (2004), manifiesta eticidad desde el momento mismo de interacción entre individuos -formadores y estudiantes-, pues en el acto social emergen actitudes identitarias. De igual forma, dicha práctica reflexiva puede citarse como una forma de identificación del quehacer educativo en relación con el contexto cultural que le rodea al formador; es decir, la acción educativa que ejerce el formador forma parte de un habitus o modo de vida cotidiana del hacer profesional.[9] Perrenoud, refiriéndose a Bourdieu (1972), considera que el habitus es “[…] un pequeño conjunto de esquemas que permite engendrar infinidad de prácticas adaptadas a situaciones siempre renovadas, sin constituirse jamás en principios explícitos”.[10]

El ejercicio reflexivo que realice el formador de su práctica en el día a día, puede llegar a ser el medio por el cual el mismo enseñante vaya descubriendo ese potencial cualitativo que posee como educador, y que a la vez, dichas características plenamente identificadas sean la esencia para trascender de la práctica docente hacia la praxis de la profesionalidad.

Dentro de este contexto de la práctica reflexiva, la interrogante inmediata es ¿por qué formar para reflexionar la práctica? De acuerdo con estos cuestionamientos, Perrenoud, expone diez razones dirigidas a la práctica reflexiva, a saber:

ü  Compense la superficialidad de la formación profesional.
ü  Favorezca la acumulación de saberes de experiencia.
ü  Acredite una evolución hacia la profesionalización.
ü  Prepare para asumir una responsabilidad política y ética.
ü  Permita hacer frente a la creciente complejidad de las tareas.
ü  Ayude a sobrevivir en un oficio imposible.
ü  Proporcione los medios para trabajar sobre uno mismo.
ü  Ayude en la lucha contra la irreductible alteridad del aprendiz.
ü  Favorezca la cooperación con los compañeros.
ü  Aumente la capacidad de innovación (Perrenoud 2004, 46)
Principio del formulario

Los formadores analizarán dichas razones y sus reflexiones serán la respuesta al cuestionamiento anterior. Pues a cada formador le corresponde decidir y valorar su actuar como profesional de la educación, y como tal, compartirá su experiencia en el proceso formativo de futuros docentes, convirtiéndose en un formador reflexivo. En consecuencia, Perrenoud refiere: “Una práctica reflexiva no es solamente una competencia al servicio de los intereses legítimos del enseñante, sino que también es una expresión de la conciencia profesional (Perrenoud 2004, 48).


La postura reflexiva, elemento esencial para acceder a la profesionalidad ante el embate de la proletarización
Primeramente, es necesario cuestionarse ¿cómo entender la proletarización dentro del proceso de profesionalización del profesorado? Esta interrogante implica una explicación muy profunda, y a la vez delicada, ya que la categoría proletarización deriva teóricamente de la postura marxista, de la cual no se pretende llevar a discusión; sólo interpretar la opinión que tiene Perrenoud (2004) de la misma en el contexto de la formación docente.
Al respecto, considera que la formación docente o el oficio del enseñante, como él lo refiere, ha sido orillada a la proletarización, debido a la mecanización de actividades realizadas por los formadores en su práctica docente, dedicándose a transmitir información, dar instrucciones, acatar indicaciones de carácter administrativo y de orden jerárquico, etc. A la vez, puede ser percibida también como un momento de estatización[11], la cual implica que se manifieste un estado de confort[12]. En términos de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, este concepto incide en la repercusión que ha traído la hegemonía del sistema capitalista y el conservadurismo de la razón instrumental.
Actualmente, este concepto se encuentra en el debate del contexto educativo, principalmente por teóricos europeos como Imbernón (1994), Fernández Enguita (1991), Fernández Pérez (1998), Contreras Domingo (1999), entre otros,  quienes lo conceptúan como aquella disminución de valores éticos y morales en los educadores durante su ejercicio laboral, pérdida de identidad profesional, ejecución de procesos mecánicos en las formas de enseñanza,… que se ven manifiestas en las acciones y actitudes de los profesionales de la educación.
Con relación a la discusión sobre la proletarización del profesorado, Contreras Domingo refiere lo siguiente: “De la misma forma que el del profesionalismo, ya sea como descripción o como expresión de deseo, constituye un debate vivo en el seno de la comunidad educativa, otro de los temas controvertidos es el de la paulatina pérdida por parte de los profesores de aquellas cualidades que hacían de ellos unos profesionales, o bien, el deterioro de aquellas condiciones laborales en las que cifraban sus esperanzas de alcanzar dicho status. Es este el fenómeno que se ha dado llamar proceso de proletarización”. (Contreras 1999, 18-19)
Por consiguiente, uno de los recursos que pueden apoyar a dilucidar esta postura, sin lugar a dudas es la reflexión. La reflexión es un procedimiento cognitivo interno del individuo que exige toma de decisiones. La decisión personal se enfocará a realizar una acción; el cómo hacerla dependerá de la responsabilidad o el compromiso que asuma como profesional. Por consiguiente, si la percepción del concepto está dirigida hacia una desvaloración de acciones didáctico-pedagógicas realizadas por los formadores al interior de las aulas, entonces, el acto reflexivo que efectúe el formador de sí mismo, y posteriormente en forma colegiada, puede considerarse la ruta de salida hacia el encuentro de una profesionalidad docente.
Consecuentemente, la postura que conviene más tomar como referencia profesional ante este debate, definitivamente es una posición crítica, analítica y reflexiva por parte del formador durante sus acciones realizadas al interior y exterior del aula normalista. Ya que sólo así puede elucidarse una perspectiva congruente y coherente, pues a través de ese actuar existe la posibilidad de aproximarse hacia la profesionalidad. Esta postura no sólo estará presente en las aulas, sino también en las reuniones colegiadas o cualquier evento de carácter académico, pues así se verá reflejada congruentemente la formación de un auténtico formador de formadores.
Aludiendo a lo anteriormente citado, Perrenoud destaca lo siguiente: “Formar a un practicante reflexivo es ante todo formar a un profesional capaz de dominar su propia evolución, construyendo competencias y saberes nuevos o más precisos a partir de lo que ha adquirido y de la experiencia. El saber analizar (Altet, 1996) es una condición necesaria, pero no suficiente de la práctica reflexiva, que exige una postura, una identidad y un habitus específicos. (Perrenoud 2004, 23)
Es indudable que el contar con una postura definida en el ámbito de la formación docente, tanto en la formación inicial como en la formación continua, ésta debe ser congruente y coherente con el actuar mismo, reflejando nivel académico y experiencia laboral suficientes que dé cuenta del compromiso ético característico en los profesionales de la educación.
Un formador de docentes al asumir una postura profesional definida, denota actitud, identidad, responsabilidad, compromiso y otros valores éticos y morales que lo vayan aproximando hacia una profesionalidad. Para que ésta se logre, existe la necesidad de comprobar en la práctica que estas características están presentes en el formador durante sus interacciones áulicas.



A manera de conclusión
Hablar hoy en día acerca de la profesionalidad en la formación de docentes, es tocar una ruta poco transitada, la cual permite incursionar en ella con amplia libertad, pero a la vez con mucha prudencia, ya que son el profesionalismo y la profesionalización las concepciones que están presentes en el contexto educativo, amén de que está latente la proletarización como categoría que desvirtúa el proceso formativo. Sin embargo, la postura reflexiva de Perrenoud (2004) puede ser una posibilidad viable para mirar la práctica del formador de docentes y encaminarla hacia la profesionalidad.



Bibliografía

Contreras Domingo, José (1999) La autonomía del profesorado, Morata, Madrid.
López de Maturana Luna, Silvia (2003) Construcción Sociocultural de la Profesionalidad Docente: estudio de casos de profesores comprometidos con un proyecto educativo, Tesis Doctoral inédita, Universidad de Valencia, España.
Mercado Cruz, Eduardo (2007) Ser Maestro, Prácticas, procesos y rituales en la Escuela Normal, Plaza y Valdés, México.
Imbernón, Francisco (2008) La formación y el desarrollo profesional del profesorado, Hacia una nueva cultura profesional, 8ª ed., Graó, Barcelona.
Perrenoud, Philippe (2007) Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar, 3ª ed., Graó, Barcelona (col. Crítica y fundamentos, 1).
Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española, Vigésima segunda edición, versión electrónica; http://www.rae.es
Schön, Donald A. (1992) La formación de profesionales reflexivos: hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones, Paidós, Madrid.
Torres, Rosa María (2000) De agentes de la reforma a sujetos de cambio: La encrucijada docente en América Latina, en Revista Perspectivas XXX, No. 2.





[1] Alumno del Programa de Doctorado en Ciencias de la Educación del Instituto Superior de Ciencias de la Educación del Estado de México (ISCEEM). Adscrito a la Escuela Normal No. 3 de Toluca como investigador educativo. La formación profesional con la que cuenta es Licenciatura en Educación Primaria, Licenciatura en Educación Media en el área de Historia y Maestría en Ciencias Sociales.
[2] Gimeno Sacristán, José, Conciencia y acción sobre la práctica como liberación profesional de los profesores, apud. Contreras Domingo, José (1999) La autonomía del profesorado, Morata, Madrid, p. 50.
[3] Estas definiciones fueron tomadas del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española vía electrónica, http://rae.es
[4] Por praxis de la profesionalidad  se refiere a aquel proceso educativo de enseñanza y aprendizaje mediado por el profesor de manera ‘profunda’; es decir, este sujeto debe traspasar los límites cotidianos del compromiso y la responsabilidad profesional. Debe ser un actor comunicativo, dialógico y comprensivo para con sus estudiantes, exigente y responsable consigo mismo en su desempeño, honesto y humilde para compartir el conocimiento, etc. estas y otras cualidades más estarán reflejando la eticidad que puede estar oculta en el educador (formador de docentes) como evidencia de su profesionalidad.
[5] Cfr. Schön, Donald A. La formación de profesionales reflexivos: hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones, Paidós, Madrid, 1992.
[6] Hablar del ‘buen maestro’ no sólo es remitirse a recordar que los profesores que establecen buenas relaciones comunicativas con los estudiantes, atención personalizada hacia ellos, explicación minuciosa de la información, omisión de pase de lista, etc. derive en caracterizar las cualidades positivas que manifiestan, sino de valorar cómo  el formador se coloca en el lugar del estudiante y se solidariza con él o ellos al compartir experiencias profesionales y acompañándolos a fortalecer sus procesos de enseñanza y aprendizaje.

[7] Yurén, Teresa, Eticidad, valores sociales y educación, apud. Mercado Cruz, Eduardo, Ser Maestro, Prácticas, procesos y rituales en la Escuela Normal, Plaza y Valdés, México, 2007, p. 66.
[8] Cfr. López de Maturana Luna, Silvia, Construcción Sociocultural de la Profesionalidad Docente: estudio de casos de profesores comprometidos con un proyecto educativo, Tesis Doctoral inédita, Universidad de Valencia, España, 2003.
[9] Cfr. Perrenoud, Philippe, Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar, 3ª ed., Graó, Barcelona, 2007 (col. Crítica y fundamentos, 1)
[10] Bourdieu, Pierre, apud. Perrenoud, Philippe, Desarrollar la práctica reflexiva en el oficio de enseñar, 3ª ed., Graó, Barcelona, 2007 (col. Crítica y fundamentos, 1), p. 38

[11] Por estatización puede entenderse aquel periodo de tiempo de una acción que no presenta movimiento alguno; es decir, no hay manifestación de cambio o transformación.
[12] Este término se ha venido empleando en el contexto educativo como significado de relajación o placer, pero como placer en el sentido de gozo al disfrutar un descanso.

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